Centro Cultural de Terrassa, el búnker del arte

Corrían los años 80 del siglo XX y en los círculos culturales se hablaba de la posmodernidad. La arquitectura se nutría de ingentes cantidades de cemento y cristal. En ese contexto, la desaparecida Caixa de Terrassa, a través de su fundación social, se decidió a crear un espacio en el que programar toda una variada oferta de eventos culturales (teatro, danza, exposiciones, conferencias). Nacía así el Centro Cultural de Terrassa, un ambicioso proyecto impulsado por el entonces responsable de la entidad financiera, Alfons Vallhonrat. Un proyecto que algunos consideraban megalómano por sus dimensiones, mientras que otros -que tenían a Vallhonrat por un visionario- lo aplaudían al considerar que la ciudad necesitaba un equipamiento de esas proporciones.
La creación de este centro destinado a las artes fue encargada a un equipo de arquitectos formado por Josep Soteras, Francesc Caballero, Antoni Bergnes, Joan Baca i Reixach y su hijo Joan Baca i Pericot (Jan Baca en adelante). Es precisamente a este último a quien se atribuye el «alma» de este edificio, que podemos considerar el emblema de una época por lo que supuso como elemento dinamizador de la cultura en una Terrassa falta de amplios espacios adecuados para la escena y las exhibiciones de arte.

Transcurridas casi cuatro décadas desde su inauguración, el Centro Cultural de Terrassa sigue llamando la atención por sus rotundas formas de hormigón, que destacan en su céntrico emplazamiento de la Rambla d’Ègara. En la elección de ese polémico material tuvo mucho que la experiencia personal de Jan Baca y el sentido que se le quiso imprimir a la obra. No oculta el arquitecto terrassense que su inspiración le vino tras visitar el pétreo Queen Elizabeth Hall de Londres, construido enteramente en hormigón e inscrito dentro de la corriente arquitectónica del brutalismo. La filosofía del proyecto, comenta Baca, giraba en torno al «hermetismo»; se pretendía generar un espacio aislado interior en constante ebullición artística.
«Era la idea del hormiguero o del panal de abejas: una puerta pequeña y dentro todo un mundo«, explica Jan Baca, quien remarca que la intención era buscar la atención del visitante en lo que ocurría en el interior para «que no se distraiga mirando la calle». Ante esa idea de hermetismo, se apostó por los lucernarios y por la habilitación de un patio japonés que favorecían la iluminación natural y que todo fluyera desde dentro. Debía ser «como un refugio para el arte; una puerta y todo lo demás hermético«.
De ahí que el acceso a este espacio cultural sea una pequeña puerta ubicada a la izquierda de la fachada principal, desde la cual se distribuyen varios bloques de hormigón que ocupan una planta irregular. Llama la atención el voladizo que genera una zona porticada en su fachada, que contribuye a quitar peso al cemento y conferir al edificio una cierta ligereza. Sobre el mismo, la estructura de hormigón aparece rematada por una cubierta plana a la que aporta contraste el revestimiento metálico de color tierra que se eleva al fondo para dar cabida a la caja escénica del auditorio, y que se destaca por su juego de volúmenes geométricos.
También destacan sobre dicha cubierta los lucernarios, creados en forma de diente de sierra, siguiendo la pauta de muchas de las fábricas existentes en Terrassa. Esos elementos, concebidos para aportar luz al interior, han sido cegados en su mayoría, siguiendo los preceptos de los modernos centros de arte, que optan por la luz artificial para acentuar los detalles de las obras que exhiben. Entre esos lucernarios destaca sobremanera la pirámide que ocupa el vestíbulo superior del edificio, que ha perdido parte de su impacto visual interior con la instalación de los murales de Mon Repòs de Joaquín Torres García, que obstruyen la perspectiva que ofrecía inicialmente.
La distribución interior resulta de un gran dinamismo. Juega muy bien con las alturas y las plantas abiertas, siguiendo un concepto muy moderno para la época en que fue concebido el proyecto y facilitando también el flujo de luz natural con que se dotó al edificio. Asistimos así al particular engranaje de las plantas destinadas al uso expositivo, que nos permite observar los distintos niveles abiertos desde el vestíbulo. Dichas salas se concibieron para aportar al centro la máxima versatilidad posible, dando cabida a múltiples posibilidades desde el punto de vista de las necesidades expositivas (distintos tamaños y alturas), según explica Jan Baca.
Por su parte, el teatro fue uno de los grandes logros, ya que en aquella época la ciudad carecía de un auditorio de esas características. Los arquitectos quisieron dotarlo de personalidad propia. «Teníamos el referente histórico del teatro total de Walter Gropius, que era un teatro en el que giraba una parte de la platea y dejaba el escenario en medio«. Dicho mecanismo permite situar el escenario en el mismo centro del teatro, dando cabida a espectáculos que requieren de puestas en escena diferentes, como es el caso del circo.
El conjunto lo completa un edificio de estructura cúbica, con fachada metálica y de vidrio, situado en la zona posterior izquierda del cuerpo central y destinado a oficinas. También existe un restaurante que fue remodelado completamente en 2015 por el propio Baca y que supuso una importante intervención arquitectónica. Así, el espacio destinado a la restauración fue trasladado del interior a la zona porticada exterior, transformando el antiguo bar en zona de oficinas y perdiéndose el antiguo patio japonés.

El edificio se halla incluido en el Inventario del Patrimonio Arquitectónico de Catalunya.

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